...el futuro es cuestión de matarse a correr....

dilluns, de maig 16, 2005 Edit This 1 Comment »
Ja us havia dit q trobaria la magnifica forma de acabar en Calvino i enllaçar en alguna cosa, q per casualitats d la vida es creuen davant teua i tenen relacio.....et voileau!! ici c'est!!! o com se diga: un dia buscant en un calaix vaig trobar d nou el Baró Rampant, autor, ja el sabeu, Italo Calvino, vaig recordar quan jo era nena i el seu nom hem sonava a home italia......inocencia, Calvino visque molt a Italia i el consideren un autor italià, pero no......es com la pelicula q vaig anar a vorer ahir, de cuba........mmmmmmm, la habana......ahir cuasi plore!!!! q ganes d fugir q et venien al cap.....ja s'han creuat els camins!!! llibre- italo -cuba, botem i ja stem a cuba....i estant allí sortim a passejar una nit, i baix el cel estrellat de la republica escoltem el seguent, no ens quedarem massa a l'habana, tornerem a frança, tinc una pintura q estudiar......mes be Austria, pero ara disfrutem del tema......:

la vie en rose

Des yeux qui font baisser les miens
Un rire qui se perd sur sa bouche
Voilà le portrait sans retouche
De l'homme auquel j'appartiens
Quand il me prend dans ses bras
Il me parle tout bas
Je vois la vie en rose
Il me dit des mots d'amour
Des mots de tous les jours
Et ça me fait quelque chose
Il est entré dans mon cœur
Une part de bonheur
Dont je connais la cause
C'est lui pour moi,
Moi pour lui dans la vie
Il me l'a dit, l'a juré
Pour la vie
Et dès que je l'aperçois
Alors je sens en moi
Mon cœur qui bat
Des nuits d'amour à plus finir
Un grand bonheur qui prend sa place
Des ennuis, des chagrins s'effacent
Heureux, heureux à en mourir
.
.
I tornem a sentir a calvino.....quin post mes llarg!!!
.
Bajo las rojas murallas de París se alineaba el ejército de Francia. Carlomagno iba a pasar revista a los paladines. Llevaban allí más de tres horas; hacía calor; era una tarde de comienzos del verano, algo cubierta, nubosa; dentro de las armaduras se hervía como en sartenes a fuego lento. No hay que descartar que alguno de aquella inmóvil fila de caballeros no hubiera perdido ya el sentido o se hubiera adormilado, pero la armadura los mantenía erguidos en la silla, todos de la misma manera. De pronto, tres toques de trompeta: las plumas de las cimeras se sobresaltaron en el aire inmóvil como ante una ráfaga de viento, y enmudeció de inmediato aquella especie de bramido marino que se había oído hasta entonces, y que era, está visto, un roncar de guerreros oscurecido por las golas metálicas de los yelmos. Y por fin helo aquí, lo descubrieron que avanzaba allá al fondo, Carlomagno, en un caballo que parecía mayor de lo natural, con la barba sobre el pecho, las manos en el pomo de la silla. Reina y guerrea, guerrea y reina, dale que dale, parecía algo aviejado, desde la última vez que lo habían visto aquellos guerreros.
Paraba el caballo ante cada oficial y se volvía a mirarlo de arriba abajo:
—¿Y quién sois vos, paladín de Francia?
—¡Salomón de Bretaña, sire!—respondía aquél a pleno pulmón, alzando la celada y descubriendo el rostro acalorado, y agregaba alguna noticia práctica, del tipo—: cinco mil caballeros, tres mil quinientos infantes, mil ochocientos de servicio, cinco años de campaña.
—¡Cierra con los bretones, paladín!—decía Carlos, y tac-tac, tac-tac, se acercaba a otro jefe de escuadrón.
—¿Y-quién-sois-vos, paladín de Francia?—reiteraba.
—¡Oliveros de Viena, sire!—ritmaban los labios en cuanto se había levantado la rejilla del yelmo. Y en seguida—: tres mil caballeros escogidos, siete mil de tropa, veinte máquinas de asedio. Vencedor del pagano Fierabrás, por la gracia de Dios y para gloria de Carlos, rey de los francos.
—Bien hecho, bravo por el vienés—decía Carlomagno, y, a los oficiales del séquito : flacuchos esos caballos, aumentadles la cebada—y seguía adelante—: ¿y-quién-sois-vos, paladín de Francia?—repetía, siempre con la misma cadencia: «Tatá-tatatá, tatatá-tatá...»
—¡Bernardo de Mompolier, sire! Vencedor de Brunamonte y Galiferno.
—¡Bella ciudad, Mompolier! ¡Ciudad de bellas mujeres!—y al séquito—: veamos si lo ascendemos de grado—cosas todas que dichas por el rey dan gusto, pero eran siempre las mismas frases, desde hacía muchos años.
—¿Y-quién-sois-vos, con ese blasón que conozco?
Conocía a todos por las armas que llevaban en el escudo, sin necesidad de que le dijeran nada, pero la costumbre era que fueran ellos los que descubrieran su nombre y su rostro. Quizá porque si no alguien, con algo mejor que hacer que tomar parte en la revista, habría podido mandar allí su armadura con otro dentro.
—Alardo de Dordoña, del duque Aymon...
—Buen chico, Alardo, ¿qué dice papá?—y así sucesivamente. «Tatá-tatatá, tatatá-tatá...»
—¡Gualfredo de Monjoie! ¡Ocho mil caballeros salvo los muertos!
Ondeaban las cimeras.
—¡Ugier el danés! ¡Namo de Baviera! ¡Palmerín de Inglaterra!
Caía la noche. Los rostros, entre el ventalle y la babera, ya no se distinguían nada bien. Cada palabra, cada gesto, eran ya previsibles, lo mismo que todo aquello en aquella guerra que duraba tantos años, cada choque, cada duelo, realizado siempre según las mismas reglas, de modo que se sabía ya hoy quién vencería mañana, quién perdería, quién sería un héroe, quién cobarde, a quién le tocaba quedar destripado y quién se libraría con un desarzonamiento y una culada en tierra. En las corazas, por la noche a la luz de las antorchas, los herreros martilleaban siempre las mismas abolladuras.
—¿Y vos?
El rey había llegado ante un caballero de armadura total mente blanca; sólo una listita negra corría todo alrededor, por los bordes; el resto era cándida, bien conservada, sin un rasguño, bien acabada en todas las juntas, coronada en el yelmo por un penacho de quién sabe qué raza oriental de gallo, cambiante con todos los colores del iris. En el escudo había dibujado un blasón entre dos extremos de un amplio manto drapeado, y dentro del blasón se abrían otros dos extremos de manto con un blasón más pequeño en medio, que contenía otro blasón arropado aún más pequeño. Con dibujo cada vez más fino se representaba una sucesión de mantos que se abrían uno dentro de otro, y en medio debía de haber quién sabe qué, pero no se conseguía divisar, tan menudo se volvía el dibujo.
—Y vos ahí, con tan pulido atavío...—dijo Carlomagno, que cuanto más duraba la guerra menos respeto por la limpieza veía en los paladines.
—¡Yo soy—la voz llegaba metálica desde dentro del yelmo cerrado, como si no fuera una garganta, sino la propia chapa de la armadura la que vibrase, y con un leve retumbar de eco— Agilulfo Emo Bertrandino de los Guildivernos y de los Otros de Corbentraz y Sura, caballero de Selimpia Citerior y Fez!
—Aaah...—dijo Carlomagno, y del labio inferior, algo salido, le brotó un pequeño trompeteo, como diciendo: «Si tuviera que acordarme del nombre de todos ¡estaría aviado!». Pero de inmediato frunció el ceño—. ¿Y por qué no alzáis la celada y mostráis vuestro rostro?
El caballero no hizo ningún gesto; su diestra enguantada con una férrea y bien engrasada manopla apretó más fuerte el arzón, mientras que el otro brazo, que sostenía el escudo, pareció sacudido por un escalofrío.
—¡Os hablo a vos, paladín—insistió Carlomagno—. ¿Cómo es que no mostráis la cara a vuestro rey?
La voz salió neta de la mentonera:
—Porque yo no existo, sire.
—¡Ésta sí que es buena!—exclamó el emperador—. ¡Ahora tenemos entre nuestras fuerzas un caballero que no existe! Dejadme ver.
Agilulfo pareció vacilar un momento, y después, con mano firme pero lenta, levantó la celada. El yelmo estaba vacío. Dentro de la armadura blanca de iridiscente cimera no había nadie.
—¡Vaya, vaya! ¡Lo que hay que ver!—dijo Carlomagno—. ¿Y cómo os las arregláis para prestar servicio, si no existís?
—¡Con fuerza de voluntad—dijo Agilulfo—y fe en nuestra santa causa!
—Claro, claro, muy bien dicho, así es como se cumple con el deber. Bueno, para ser alguien que no existe, sois estupendo.
Agilulfo cerraba la fila. El emperador había pasado ya revista a todos; dio media vuelta al caballo y se alejó hacia las tiendas reales. Era viejo, y tendía a apartar de su mente las cuestiones complicadas.
La trompeta tocó la señal de «rompan filas». Hubo la habitual desbandada de caballos y el gran bosque de lanzas se dobló, se movió en oleadas como un campo de trigo cuando pasa el viento. Los caballeros bajaban de la silla, movían las piernas para desentumecerse, los escuderos se llevaban los caballos de las riendas. Después, del tropel y la polvareda se destacaron los paladines, agrupados en corrillos tremolantes de cimeras coloreadas, desahogando la forzada inmovilidad de aquellas horas con bromas y bravatas, con chismorreos sobre mujeres y honores.
Agilulfo dio unos pasos para mezclarse con uno de estos corrillos, después sin ningún motivo pasó a otro, pero no se abrió camino y nadie se fijó en él. Permaneció un rato indeciso tras las espaldas de éste o aquél, sin participar en sus diálogos, y después se hizo a un lado. Oscurecía; las plumas irisadas de la cimera parecían ahora todas de un único e indistinto color; pero la armadura blanca se destacaba aislada allí en el prado. Agilulfo, como si de repente se sintiera desnudo, tuvo un ademán de cruzar los brazos y encogerse de hombros.
Después se recobró y a grandes pasos se dirigió hacia las caballerizas. Llegado allí, observó que el cuidado de los caballos no se realizaba según las reglas, reprendió a los palafreneros, infligió castigos a los mozos, inspeccionó todos los turnos de faenas, redistribuyó las tareas explicando minuciosamente a cada uno cómo había que realizarlas y haciéndose repetir lo dicho para ver si habían entendido bien. Y como a cada momento salían a flote negligencias en el servicio de sus colegas oficiales paladines, los llamaba uno a uno, sustrayéndolos a las dulces conversaciones ociosas de la noche, y discutía con discreción pero con firme exactitud sus fallos, y los obligaba a uno a ir de piquete, a otro de guardia, a otro de patrulla allá abajo y así sucesivamente. Siempre tenía razón, y los paladines no podían sustraerse, pero no ocultaban su descontento. Agilulfo Emo Bertrandino de los Guildivernos y de los Otros de Corbentraz y Sura, caballero de Selimpia Citerior y Fez, era desde luego un modelo de soldado; pero a todos les era antipático.

Italo Calvino "El caballero Inexistente"


1 comments:

Anònim ha dit...

fotre Sara!! com ten pases... me kedat mig seg@ lliginvo.. buff!! menos mal k es la paraula!